Corabastos: República independiente

 Corabastos es un mundo que se encuentra encerrado en el sur de Bogotá. Desde aquí se distribuye toda la comida que alimenta a la población de la capital ¿Cómo es este lugar y qué pasa en él?

 

Entrar a Corabastos parece cruzar la frontera con otro país. A la altura de la Cra. 80 con Calle 35 Sur se levantan altas paredes que separan este mundo de la capital colombiana. Las puertas de ingreso recuerdan las fronteras con México que se ven en las películas americanas: filas de carros esperando pasar el peaje que divide dos países (este vale desde 2,900 pesos para automóviles hasta 29,900 para las tractomulas). Así es la entrada a la central de alimentos más grande de Suramérica.

A las 4 de la mañana, cuando Bogotá está fría y callada, encerrado en ella Corabastos está en pleno auge laboral. Su día laboral comienza a la una de la mañana y desde esa hora se prepara para recibir a los más de 200,000 visitantes que llegan diariamente.

Para comprender las dimensiones de este lugar algunas cifras dan la idea. Todos los días ingresan más o menos 12,000 vehículos, la mayoría de ellos camiones. En total traen aproximadamente 11,000 toneladas de comida de todas partes del país que resultan en alimento para una zona de influencia de más de 10 millones de personas. Diariamente, se mueve cerca de mil millones de pesos. Corabastos ocupa un área de 420,000 m2, una extensión aproximada de 15 manzanas, en las cuales las bodegas organizadas por granos, pescados, carnes, frutas, entre otros. Aquí está casi todo el alimento para la población bogotana.

José Joaquín Henriquez llegó a las 2:30 de la mañana después 16 horas de recorrido desde Buenaventura. Trae su camión lleno de cocos y se ha gastado 1 millón doscientos en dos ‘tanqueadas’ de gasolina. Hace 11 años maneja su mula de seis ejes. Dentro de la bodega 29, una de las más concurridas, se encuentra Byron López, un vendedor de piñas que cuenta que más o menos desde hace 10 años Corabastos se valorizó muchísimo. Muchos dueños de los locales están entre la gente más rica del país, “los dueños del local que yo arriendo andan ahora por Europa… Aquí se maneja muchísima plata, por eso tienen que tener cuidado” dice (es la primera advertencia). Los negocios aquí funcionan sin parar, todo tipo de gente viene a comprar: “yo le vendo mis piñas a muchos compradores, aquí muy temprano vienen los de ‘fruver’ (Surtifruver) y se llevan al menos 120 kilos, pero vea ese negrito, ese es un vendedor ambulante que me compra para los salpicones que vende en la calle”. Antes de despedirse advierte: “No se vayan a meter entre los camiones, quédense por el anden y donde haya harta gente…”.

La comida rodea y estorba el camino de los visitantes, que son desde pequeños tenderos y amas de casa hasta grandes distribuidores de restaurantes y supermercados. Es difícil caminar en ese ajetreo, se debe andar despacio para registrar todo lo que hay. Constantemente se oyen chiflidos de los ‘carreteros’ que vienen corriendo para que les abran paso. Casi no se ve el suelo, está cubierto por miles de frutas reventadas y papel periódico. Son decenas de cuadras con un mismo panorama y esto es lo asombroso, los volúmenes tan masivos que se manejan aquí.

A las 4:20 de la mañana llega un camión con luces de neón en el frente que carga en su furgón canastas llenas de pollos. Se oyen a lo lejos sus cacareos, vienen apretados en sus canastas aleteando y saltando desesperados. Pronto les espera la desplumada y el proceso de limpieza. En la tarde arderán mientras giran en las barras de hierro de las pollerías de la ciudad.

El desorden de los carros en las calles es total. Desde los andenes, elevados unos 80 centímetros del piso, se ve el reguero de vehículos que hay en las calles. Los camiones van enfilados para  descargar en orden sus productos en las bodegas. El interior de los furgones sirve de oficina a conductores que conversan y hacen cuentas con un bombillo que cuelga del techo. Un carro viejo con calcomanías de fuego en las puertas y vidrios polarizados se ve sobrecargado de alimentos, sus llantas traseras están tapadas por el guardabarros y hacen que su nariz se eleve. Su dueño en pocas horas saldrá a distribuir las frutas a las tiendas del barrio San Cristóbal.

El aspecto general de las personas que viven y frecuentan el lugar es un buen reflejo del pueblo raso colombiano: mestizos con la camisa abierta, mostrando una barriga grande y sólida, los brazos rojos desde el codo hasta la mano, bigote y uno que otro tatuaje casero en el corazón o en el hombro. Es común que estos hombres empiecen su día de trabajo con brandy y café, una mezcla muy colombiana que calienta, da energía y sube el ánimo.

En una de las entradas de la bodega 31 doña Gilma -una mujer joven que vende frutas junto a su hijo dormido- ofrece unos cachorros de 2 meses: “a 10 mil” dice y cuando recibe miradas de ternura, mejora la oferta: “está bien, llévese 2 por 15”.

Otro vendedor de mazorcas cuenta que sus productos llegan más o menos a las 2 de la mañana (él dice 2 de la noche) y que se va para la casa más o menos a las 3 o 4 de la tarde. Que en la vida en “Abastos” no se descansa nunca, de 365 días al año sólo el 25 de diciembre y el 1 de enero la ciudadela reposa. Orgulloso señala la cúpula de la iglesia que se alcanza a ver a unas dos cuadras y sigue explicando todo lo que se encuentra en Corabastos: billares, casinos y hasta un CAI. Él estudió en la escuela de por aquí pero no llegó sino hasta cuarto de primaria, año que repitió 3 veces. Cuenta que aquí ha visto partos y niños recién nacidos en canastas que se crían en medio de frutas y verduras. Dice que ahí los niños aprenden a ser “berracos” desde chiquitos. Antes de despedirse vuelve a recordar que aquí hay que tener cuidado, advierte que es muy peligroso meterse entre los camiones a esta hora, “Abastos no es cualquier cosa, aquí ha pasado de todo. Tengan cuidado”.

Hay policías que rondan en parejas, observando, comiéndose una mandarina mientras saludan a los vendedores más populares. Al ver que se toma una foto preguntan qué hacen acá,  “aquí no se pueden tomar fotos, esto es propiedad privada, otra cosa es que esté abierto al público”, advierte abriendo los ojos. “¿Ustedes tienen un permiso de la administración?”. “Vengan, vamos a la sub-estación, me van a borrar todas esas fotos”. Es el cabo Aguirre, quien está al mando de la sub-estación de Corabastos.

Al caminar hacia el CAI, acompañados de dos policías, ya se ve con otros ojos el lugar, los nervios han aparecido. El patrullero que acompañaba al cabo cuenta que este es un lugar muy peligroso, que cuando han venido periodistas y estudiantes a trabajar les tienen que designar un policía para que los acompañe. Inclusive, “a nosotros nos llaman a cada rato para que acompañemos a un comerciante a cruzar la calle porque aquí los ladrones saben quién tiene plata y no dudan en actuar apenas ven la oportunidad”. Y es que muchos comerciantes han hecho más de 5 millones en las primeras 3 horas de trabajo del día. Finalmente dice sobrecogido: “Por aquí mataron a un tipo hace como 2 semanas”.

Al llegar a la sub-estación el encargado de turno ve la cámara y se ríe “¿Pero cómo así ustedes llegaron a esta hora, solos, a hacer un trabajo para la universidad sin avisarle a nadie?”.  No lo podían creer. “De milagro no les ha pasado nada”, dice otro. El cabo mira sorprendido pero sonriendo, y dice: “Esto es otro mundo…esto es república independiente, amigos”, y se ríe con sus compañeros. Abre la carpeta de registros para reportar esta situación. Nombre completo, cédula, dirección, teléfono, todo queda registrado. A la salida del CAI el color del cielo ha cambiado, todavía los postes de luz siguen encendidos pero las nubes ya tienen el tono gris del día nublado que inicia en el resto de la ciudad.

*los nombres fueron cambiados por voluntad de los entrevistados.

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