Que nos invada la culpa para que reaccionemos (I)

I. La amistad:

Entablé una verdadera amistad con un reciclador hace más de dos años. Suena raro, ¿no? Un joven de la “sociedad de Bogotá”, estudiante de Derecho de Los Andes, graduado del Anglo Colombiano, que vive en la calle 86 con 11,  amigo de un reciclador que vive en el barrio Las Cruces y estudió en un colegio distrital hasta sexto de bachillerato y ha trabajado toda su vida en la calle y entre la basura.

“Si usted tiene o ha tenido algún tipo de relación con recicladores o trabajadores de la calle dé un paso adelante”. Me llega a la cabeza la imagen de unos uniandinos muy escasos que resaltan por haber conocido a un individuo de estas calidades. La extraña y escasa relación entre un privilegiado y un discriminado.

Y no exagero, es una amistad, compartimos un afecto puro y desinteresado, que nace y se fortalece con el trato que nos damos normalmente los viernes y sábados por las noches, antes de que yo salga con mis amigos y después, cuando llego devuelta  a eso de las dos de la mañana y me quedo conversando con él, algunas veces hasta la madrugada, mientras él trabaja sin cansancio. Hemos hablado de mujeres, política, de mi estudio de nuestras familias, conversaciones tan sinceras y profundas que han llevado a que se le salgan las lágrimas, como un día en que le regalé unos zapatos. Hemos compartido episodios muy personales, confío en él y le hablo con más confianza de lo que lo haría con cualquier psicólogo. Lo conocen mi mamá, mi hermano, mis amigos y mi novia por su nombre propio. Y él a ellos también.

Su trabajo es el más exigente que conozco, arranca a las 7 de la noche a seleccionar dentro de la basura de aproximadamente seis edificios los materiales que le sirven para reciclar, y en la madrugada lleva el material cargado a sus espaldas en una carreta hasta el Siete de Agosto, donde lo vende. El dueño de la bodega, quien le compra el material, le da por mucho 40 mil pesos por hasta 500 kilos de material (sí, media tonelada). Eso es lo que carga a pie a través de más de 30 cuadras.

Algunos días llego de la Universidad a eso de las 7:30 de la noche cansado sólo ganas de comer y dormir, por lo que me limito a saludarlo brevemente. Entro a mi casa, me cocinan, como y duermo cómodo. A la mañana siguiente, cuando salgo para la universidad antes de las 6:30 de la mañana, desayunado pero quejándome de la madrugada y del frío, lo encuentro en camiseta y con las ojeras bien marcadas, finalizando su jornada de trabajo y próximo a cargar su carreta a espaldas hasta su destino comercial.

Hace poco conversando tarde en la noche, John me contó que su hermano murió atropellado por un bus. La narración de ese episodio fue dolorosa (fue la segunda vez que se le ha quebrado la voz hablándome). Me contó con sentimiento cada detalle del caso y los fallidos reclamos ante la justicia, aunque no entendía bien las minucias y los trámites que tuvo que hacer por reclamar justicia, lo que sabe es que finalmente recibió 5 millones de pesos a título de indemnización para repartir entre sus padres, sus dos hermanas y él.

Me ha invitado a su casa pero todavía no he ido. Somos muy distintos así nos hayamos cogido cariño. A mi casa ha entrado a ayudarnos a sacar desechos, a cargar algo y a recibir algo de tomar o comer y sé que no deja de ser incomodo para ninguno.

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